I am an introverted model, a little shy to speak, but trying to carry on a good conversation, I like sensuality, being sexy, but preserving originality. I like that they are sweet and respectful, although I also love that they treat me like the good girl that I am.
Contenido Multimedia.
Ya no tienes suficientes créditos en tu cuenta
Usted dispone de : 0,00 US$
❀ ⸻⸻⸻⸻⸻⸻⸻⸻⸻⸻⸻⸻⸻⸻⸻⸻⸻⸻⸻⸻⸻⸻⸻⸻⸻⸻⸻⸻⸻⸻⸻⸻⸻⸻ ❀
❀ ⸻⸻⸻⸻⸻⸻⸻⸻⸻⸻⸻⸻⸻⸻⸻⸻⸻⸻⸻⸻⸻⸻⸻⸻⸻⸻⸻⸻⸻⸻⸻⸻⸻⸻ ❀
Me llamo Amalia. Tengo 25 años, 1,60, 49 kg, delgada pero sin marcar musculo, buenas caderas y una pequeña talla 85 de busto, pero firmes, y coronados por unos pezones, que siempre están erguidos y desafiantes, atravesados por sendos piercing. Llevo el pelo teñido y melena por debajo del cuello, y el conejito totalmente depilado, te quiero contar una experiencia que tuve hace poco, quiero saber que piensas No suelo viajar sola. Y mucho menos quedarme a cenar sola en un hotel. Pero esa noche tenía algo diferente… algo entre la calma y la necesidad de salirme del guion. El restaurante del hotel estaba casi vacío. Luces bajas, una música suave —un piano, creo— y el murmullo discreto de un par de mesas ocupadas. Me senté junto a la ventana, con vista a la ciudad, y pedí una copa de vino tinto. No necesitaba compañía. O al menos eso creía. Lo vi entrar mientras jugaba con el tallo de la copa entre mis dedos. Alto, con ese aire de quien acaba de llegar de un día largo y no tiene prisa por llegar a ninguna parte. Se sentó solo, dos mesas más allá. No me miró enseguida, pero cuando lo hizo, fue como si nos reconociéramos. Aunque nunca nos habíamos visto. Nuestros ojos se cruzaron apenas unos segundos. Lo suficiente para dejarme con una sonrisa medio oculta. Había algo en su mirada… no era descaro. Era curiosidad. Una especie de pausa. No lo pensé demasiado. Llamé a la camarera, pedí una porción de tarta de frutos rojos —una intuición, nada más—, y le pedí que se la llevara. Vi su expresión cuando se la entregaron: sorpresa primero, luego una sonrisa suave que me derritió un poco por dentro. Alzó su copa hacia mí en un gesto silencioso de agradecimiento. Le respondí igual. Solo eso. Un cruce invisible entre dos extraños con algo compartido. Minutos después, lo vi levantarse. Se acercó a mi mesa con paso tranquilo, sin tensión. —Gracias por la tarta —dijo, con una voz cálida, sin pretensión. —No sabía si te gustaban los frutos rojos —respondí—. Pero parecía que necesitabas algo dulce. Se rió por lo bajo. Me pidió permiso con la mirada. Asentí. Cuando se sentó frente a mí, sentí que el aire se volvía un poco más denso… no incómodo, sino distinto. Como si algo estuviera a punto de pasar, pero sin urgencia. Hablamos. No de tonterías, sino de cosas pequeñas que, por alguna razón, importaban más en ese contexto: ciudades que habíamos amado, libros olvidados, sabores que nos recordaban a casa. Su forma de mirarme no era intensa, sino atenta. Como si cada palabra que decía fuera una puerta que él abría despacio. No hubo contacto. Solo el roce accidental de nuestras manos al acercar las copas, o ese instante en que su rodilla rozó la mía bajo la mesa y ninguno se movió. Sentí un cosquilleo. No en la piel. En la idea. En la posibilidad. No sabía su nombre. Él tampoco sabía el mío. Pero no parecía hacer falta. La conversación fluía con una extraña naturalidad. No sentía esa urgencia incómoda que a veces aparece con desconocidos. Al contrario. Había una paz tibia entre los dos, como si esta cena —que no habíamos planeado— hubiera estado escrita en alguna parte. En un momento, él se quedó en silencio. Me miró como si acabara de darse cuenta de que estaba completamente presente. Como si, de pronto, lo demás ya no importara. —¿Puedo preguntarte algo? —dijo, bajando apenas la voz. Asentí. —¿Siempre haces esto? Me reí, suave, sin esconder el juego. —¿Enviar tartas a extraños? No. Pero hoy... sentí que debía hacerlo. Él sonrió con esa mezcla de sorpresa y complicidad que tanto me gusta en un hombre que no tiene que fingir control. Se quedó jugando con el borde de su copa, como si no quisiera que la noche se terminara. Y yo tampoco. Después del postre y una última copa de vino, nos quedamos mirando la ciudad a través del ventanal del restaurante. Nadie más parecía existir. Solo nosotros, y ese silencio cómodo que a veces es más íntimo que cualquier palabra. No hubo propuestas. Ni invitaciones disfrazadas. Solo un momento en que él rozó mi mano, despacio, con el dorso de los dedos. Un gesto tan suave como una pregunta sin voz. Y en mi piel, algo respondió. Nos levantamos juntos. Caminamos hacia el ascensor, y durante todo el trayecto, no dijimos nada. Pero no era incómodo. Era expectante. Como cuando se abre la puerta de un libro que todavía no sabés si querés leer… pero que no podés dejar cerrado. Frente a la puerta de mi habitación, me giré hacia él. —¿Querés entrar? —pregunté, con una sonrisa que no era atrevida, solo honesta. Él me miró, y no respondió con palabras. Solo asintió, con una lentitud que me erizó la piel. Abrí la puerta. La habitación estaba en penumbra, y la ciudad seguía brillando allá abajo. Me quité los zapatos, como un ritual, y caminé descalza hasta la ventana. Sentí que él se quedaba unos segundos en el umbral, observándome. —¿Qué ves? —preguntó. —Una noche que no estaba en mis planes —le dije, sin mirarlo—. Pero que no quiero olvidar. Sentí su presencia detrás de mí, sin que me tocara. Tan cerca que podía distinguir su respiración. Cerré los ojos. Me dejé estar ahí, en ese momento suspendido entre lo que había sido y lo que todavía no sabíamos si sería. Y entonces sí, lo sentí. Su mano rozó mi espalda, apenas. Como si pidiera permiso sin palabras. Y no hizo falta más.
Él estaba detrás de mí, tan cerca que el aire entre los dos parecía latir. No me tocaba del todo, pero yo ya lo sentía. Era esa especie de electricidad silenciosa que se enciende cuando alguien te mira con intención, pero sin apurar nada. Me giré despacio. Nuestros ojos se encontraron, y por un instante, ninguno dijo nada. Solo estábamos ahí, descubriéndonos con una calma casi íntima. —¿Estás bien? —me preguntó, con esa voz que ya empezaba a resultarme familiar. Una mezcla de firmeza y suavidad. —Estoy… —hice una pausa, sonriendo apenas—. Mejor que bien. No sabía si era el vino, el clima, la ciudad o él… pero había una parte de mí completamente presente. Como si nada más existiera fuera de esa habitación. Di un paso hacia él. Luego otro. No para que me abrazara, no para que hiciera nada. Solo para sentir lo que pasaba entre nosotros al reducir esa distancia. Él levantó la mano y me rozó el rostro con los dedos. El dorso primero, como si acariciara el aire antes de tocarme. Luego la palma, tibia, sosteniendo apenas mi mejilla. Cerré los ojos. No porque necesitara esconderme, sino porque quería grabar la sensación. Nos quedamos así. Quietos. Respirando el mismo momento. Y cuando me besó, fue lento. Profundo sin ser urgente. Como si en ese primer beso hubiera decidido aprender mi ritmo, mi lenguaje, mi piel. Era un beso de descubrimiento, no de conquista. Apoyé las manos en su pecho. Sentí cómo respiraba. Cómo se contenía. Cómo me respetaba. Y eso me encendió más que cualquier caricia. Después, nos sentamos junto a la ventana. Descalzos. Él a mi lado, con las piernas estiradas. Yo con la cabeza en su hombro, viendo cómo las luces lejanas de la ciudad seguían brillando como si todo esto no estuviera pasando. Hablamos en voz baja. De esas cosas que no se dicen en un primer encuentro. Cicatrices pequeñas, manías, viajes pendientes. Cosas que uno guarda sin darse cuenta. Pero que, de pronto, parecen seguras con un desconocido que te mira sin juicio. Él me preguntó por mi risa. Dijo que era bonita. Yo le dije que la suya era honesta. Nos reímos los dos. El reloj marcaba una hora cualquiera. Pero ahí adentro no existía el tiempo. Solo esa noche, ese instante, esa historia que no habíamos planeado. Y aunque no sabíamos si habría un después, en ese momento no importaba. Nos teníamos. Por unas horas, por una noche, por lo que durara esa conexión tan real como la piel. Tan íntima como un secreto susurrado entre dos personas que no se deben nada, salvo la verdad de lo que sienten.
Desperté con la luz filtrándose tímidamente a través de las cortinas. La ciudad seguía ahí afuera, viva, indiferente, pero diferente. Como si algo hubiera cambiado en ella… o tal vez solo en mí. Él seguía dormido a mi lado. Respiraba con esa calma profunda de quien no está corriendo detrás del tiempo. Tenía un brazo sobre mí, ligero, como si no quisiera retener, solo acompañar. Me quedé observándolo unos minutos, memorizando los detalles que sabía que después intentarían escaparse de mi memoria: la línea de su mandíbula, la forma en que una de sus cejas se arqueaba apenas al dormir, ese gesto inconsciente de su boca entreabierta. Podía escuchar el silencio entre los dos. Un silencio cómodo, sin peso. No me sentía expuesta, ni vulnerable. Me sentía… presente. Y eso, en alguien que no conocía del todo, me sorprendía más que cualquier palabra dicha la noche anterior. Me moví con cuidado, sin despertarlo, y me envolví en la sábana mientras caminaba hasta la ventana. La ciudad ya estaba despierta. Coches, pájaros, vida. Todo seguía su curso. Pero yo, por dentro, me sentía suspendida. Como si todavía no hubiera aterrizado del todo en la realidad. Escuché cómo él se movía en la cama. Luego su voz, rasposa, apenas un susurro: —¿Ya estás despierta? —Hace un rato —respondí, sin girarme—. No quería romper el momento. —No lo rompiste —dijo—. Solo lo volviste más real. Sentí que se levantaba. Al rato, estaba a mi lado, también envuelto en una sábana. Se apoyó en el marco de la ventana conmigo, en silencio. Nuestras manos se buscaron, como si no supieran estar separadas. —¿Esto fue solo una noche? —preguntó, sin mirar directamente, como si la pregunta fuera demasiado frágil para sostenerla con los ojos. Tardé en responder. No porque no supiera, sino porque no quería mentirle. —No lo sé —dije con honestidad—. Pero fue una noche que voy a recordar. Él asintió. Me besó en la sien, suave, sin pedir nada. Y en ese beso entendí algo: a veces, los vínculos más reales no necesitan nombre, ni futuro. Solo necesitan existir en su momento justo, sin disfrazarse de promesas. Nos quedamos un rato más, abrazados al día que ya empezaba. Pronto, cada uno volvería a su mundo. A su rutina. A sus cosas. Pero algo había cambiado. Había una historia nueva en los pliegues de mi piel. Y en su mirada, lo sabía: él también la llevaría consigo. Sin planearlo. Sin deberse nada. Solo dos almas que se cruzaron en el momento exacto, y supieron reconocerse.
... No fue una despedida abrupta, ni dolorosa. Solo una mañana tranquila, con una mirada larga y un último roce de manos en el pasillo del hotel. Ninguno prometió volver a escribir. Ninguno preguntó si el otro tenía pareja, hijos, o un país distinto al que llamar hogar. Simplemente se dejaron ir, con esa rara y hermosa sensación de haber vivido algo perfecto. Incompleto, sí. Pero perfecto a su manera. Yo seguí con mi vida. Viajes, trabajo, alguna relación que nunca tuvo esa electricidad tranquila que sentí aquella noche. A veces, en medio de alguna ciudad, con una copa de vino entre los dedos y una melodía suave de fondo, me sorprendía pensando en él. No por nostalgia, sino por esa necesidad inexplicable de regresar mentalmente a un momento donde todo fue simple… y profundamente real. Y entonces, lo vi. Era una tarde gris en Lisboa. Yo estaba sentada en una terraza pequeña, con vista al río. Tenía un cuaderno abierto sobre la mesa y un café ya frío al lado. Había venido sola, otra vez, escapando un poco del ruido y de mí misma. Miraba distraída cuando sentí que alguien me observaba. Levanté la vista… y ahí estaba él. No cambió tanto. Un poco más de barba, quizá. El pelo algo más revuelto. Pero sus ojos… seguían siendo los mismos. No era exactamente sorpresa lo que vi en ellos. Era otra cosa. Como si ambos supiéramos, desde algún rincón escondido del tiempo, que eventualmente esto iba a pasar. —Hola —dijo, como si hubiéramos hablado ayer. —Hola —respondí, sintiendo cómo mi corazón reconocía antes que mi mente. Nos quedamos mirándonos unos segundos. Largo. Tranquilo. Sin tensión. Como si estuviéramos comprobando que, efectivamente, todavía existíamos. —¿Puedo? —preguntó, señalando la silla frente a mí. —Claro. Se sentó, con esa misma forma suya de no invadir, de estar sin ocupar demasiado espacio. Lo miré con una mezcla de ternura y asombro. No sabía si quería abrazarlo o preguntarle por cada día que pasó desde aquella noche. —Pensé en vos más veces de las que debería —dijo, sin rodeos. —Y yo. Aunque me prometí no hacerlo —le confesé. —¿Por qué? —Porque me gustó demasiado cómo terminó. Limpio. Sin finales sucios. Sin perder la magia. Él asintió, como si entendiera exactamente a qué me refería. Como si lo hubiera sentido igual. —¿Estás sola? —preguntó, no con celos, sino con interés real. —Ahora sí —respondí—. ¿Y vos? —También. Y no estoy buscando a nadie… pero no te miento: al verte, sentí que estaba buscando algo desde hace tiempo, sin saberlo. Suspiré. No porque estuviera triste, sino porque algo en mi pecho se había aflojado. Nos quedamos hablando horas. Nos pusimos al día sin apuro. Él había vivido en dos países desde entonces, cambiado de trabajo, aprendido a cocinar (más o menos). Yo había escrito más, llorado más, reído más. Le conté de mis intentos fallidos de amor, de mi miedo a volver a sentir algo que no pudiera controlar. —Pero eso es justamente lo que sentí aquella vez —le dije—. Que no necesitaba controlar nada. —Lo que sentimos esa noche —dijo él, corrigiendo suavemente— fue más verdadero que muchas relaciones completas. Volvimos a caminar juntos por la ciudad. Callados a ratos. Había algo hermoso en el hecho de no necesitar rellenar los silencios. Su mano rozó la mía cuando bajamos por una calle empedrada. Esta vez, no la dejé ir. Y cuando, esa noche, en otra habitación —con otra vista, otro clima, otra piel un poco más vivida— volvimos a encontrarnos… entendí algo que había estado esperando en silencio dentro de mí: No era la repetición de aquella primera noche. No era nostalgia. Era algo nuevo. Más profundo. Más consciente. Sin expectativas. Pero con toda la intensidad de lo que sobrevive al tiempo. Mientras me abrazaba, con el cuerpo, con la voz, con la forma en que me dijo mi nombre como si fuera un lugar al que volvía… supe que no siempre se necesita empezar de cero. A veces, solo hace falta continuar lo que nunca terminó.
La mañana siguiente llegó sin avisar, como siempre lo hace. Estábamos sentados en la cafetería del hotel, frente a dos cafés que se enfriaban más rápido de lo que hablábamos. Él hojeaba el menú sin demasiado interés; yo lo observaba en silencio, preguntándome qué pasaba por su mente cuando hacía esas pausas tan largas entre frase y frase. —¿Y ahora qué? —pregunté finalmente, sin disfrazar la duda. No lo dije con reproche, ni con miedo. Solo era una pregunta que estaba ahí, entre nosotros, desde que el sol asomó por la ventana de esa habitación. Él levantó la mirada, me sostuvo los ojos con esa serenidad que siempre me desarmaba. —No lo sé —respondió—. Y por primera vez, no me molesta no saberlo. Nos quedamos un momento así. Mirándonos. En ese silencio donde ninguna de las respuestas era urgente. No sabíamos si volveríamos a vernos. No hicimos promesas. No pactamos nada. Solo compartimos una caminata más, lenta, entre callejones empedrados y fachadas que parecían salidas de otro tiempo. Nos reímos un poco. Hablamos de películas. Tocamos temas sin peso, como si el alma necesitara flotar un rato antes de volver a cargar. Y cuando llegó el momento de despedirnos, no fue triste. Fue suave. Como cerrar un libro después de leer una última línea que no busca dar respuestas, sino dejarte respirando más lento. Nos abrazamos largo. De esos abrazos donde todo se dice sin sonido. Él me susurró algo al oído —una frase que no repetiré, porque no es de este relato, sino solo mía— y se fue. Lo vi caminar hacia la estación, sin mirar atrás. Y yo me quedé en la esquina, con las manos en los bolsillos y el corazón lleno de una sensación que no tenía nombre. No era pérdida. No era esperanza. Era algo más. Tal vez la certeza de que algunas personas aparecen para cambiarte la forma de sentir, aunque no se queden. Tal vez, simplemente, fue amor… en su forma más libre. O quizás, en algún otro país, en otra ciudad, en otro otoño, volvamos a cruzarnos. Y si no… Qué suerte haber coincidido.
Regístrate para aprovechar el token VIP.
Estos tokens VIP te permiten ver los contenidos VIP (vídeos o fotos) del modelo que elijas. Accede a la página de perfil de un modelo para ver su contenido multimedia o descubrir nuevos contenidos VIP en las secciones "fotos" o "vídeos".
Al registrarte, en cuanto valides tu dirección de correo electrónico, te ofreceremos un vídeo VIP.
También puede conseguir vídeos VIP gratuitos si eliges la forma de pago "BEST VALUE".