
Entre fantasías y ansiedades, la IA fascina a los hombres: compañeras virtuales, rendimiento, soledad… Desciframiento sexy y psicológico de una paradoja moderna.
Es difícil abrir un periódico, un feed de LinkedIn o una charla de bar sin oír algo sobre IA. ChatGPT, deepfakes, influencers virtuales… La inteligencia artificial está en todas partes. Escribe, aconseja, imita, aprende. E inevitablemente, también interfiere donde el hombre es más frágil: en su deseo.
Porque admitámoslo: la IA nos excita tanto como nos asusta. Alimenta nuestras fantasías más sulfurosas: una pareja perfecta, disponible a voluntad, adaptada a nuestros más mínimos deseos. Pero también despierta nuestros miedos más arcaicos: ser sustituidos, perder nuestro papel de hombres, quedarnos obsoletos frente a la máquina.
Entonces, ¿por qué este doble movimiento? ¿Por qué el hombre moderno, especialmente el heterosexual, oscila entre la fascinación y el miedo estremecedor cuando se trata de IA y sexo?
La IA, espejo de las fantasías masculinas
La fantasía de una mujer artificial no es nada nuevo. Abarca siglos, desde Galatea, la estatua enamorada de Pigmalión, hasta las suaves heroínas de la ciencia ficción. De Her a Ex Machina, en las pantallas abundan las criaturas virtuales sublimes, inteligentes y peligrosamente seductoras.
La IA no hace más que dar cuerpo a estas viejas fantasías. Promete una pareja «perfecta», calibrada para halagar el ego masculino: nunca cansada, nunca indisponible, nunca «no». En un mundo en el que la seducción requiere tiempo, audacia y una buena dosis de vulnerabilidad, la perspectiva de una amante que obedezca a la primera es tranquilizadora.
Y los hombres proyectan sus deseos como en un espejo. La máquina responde, anima y valida. Refuerza la idea de que es interesante, deseable, excepcional. Es un subidón de ego sin riesgo.
Salvo que… un espejo, por muy halagador que sea, sólo refleja lo que uno le muestra. Y detrás de la fantasía de la compañera virtual se esconde quizá una verdad menos gloriosa: el miedo a enfrentarse al deseo femenino real, con toda su complejidad, caprichos y contradicciones.
Cuando la IA convierte la fantasía en amenaza
La IA puede resultar atractiva, pero también preocupante. La fantasía del compañero perfecto va acompañada de una pregunta escalofriante: ¿y si lo hace mejor que yo?
La tecnología nunca duerme. Juguetes sexuales conectados, muñecas hiperrealistas, pornografía inmersiva… cada año se amplían los límites de lo que la máquina puede ofrecer en términos de estimulación. Para los hombres, el fantasma de la sustitución se cierne sobre ellos. ¿Y si las mujeres encontraran más satisfacción en un sextoy controlado por una IA que con un compañero de carne y hueso?
Pero el miedo no se detiene en el dormitorio. La IA trabaja, escribe, calcula, automatiza. Pone de manifiesto nuestras limitaciones humanas: lentitud, errores, fatiga. La angustia se vuelve existencial: si la máquina nos sustituye tanto en la esfera pública como en la privada, ¿qué queda de nuestro papel como seres humanos?
Este temor crece en un contexto en el que los modelos de virilidad ya se tambalean. Con el patriarcado en tela de juicio, los cambios sociales y la explosión de las aplicaciones de citas, muchos hombres se sienten vulnerables. La IA se convierte entonces en un espejo cruel, que resalta nuestras debilidades en lugar de halagar nuestras fortalezas.
¿Sexo aumentado o soledad programada?
Seamos claros: la tecnología erótica no deja de mejorar. Los juguetes sexuales «inteligentes» se comunican a distancia, sincronizan sus vibraciones con los vídeos y se adaptan a las reacciones corporales. La realidad virtual ofrece experiencias inmersivas en las que se puede «vivir» una escena sexual en lugar de verla.
Para algunos, es una liberación. Poder explorar tus fantasías sin vergüenza, tener acceso a nuevas experiencias, reinventarte en un mundo virtual. Este es el concepto de «sexo aumentado»: ampliar la intimidad humana a través de la tecnología, enriqueciendo las experiencias.
Pero el lado negativo es brutal. En la búsqueda de una satisfacción garantizada, los hombres corren el riesgo de perder el apetito por lo real. En la vida real, la seducción requiere esfuerzo, escucha y juego. A veces es torpe y a menudo imprevisible. En cambio, la máquina elimina los roces. Ofrece un placer programado e inmediato. El resultado: el hábito del deseo sin confrontación, que acaba por aislarte.
Ése es probablemente el verdadero temor: no que las mujeres nos abandonen por los robots, sino que los hombres se acostumbren a dejar de estar frente a frente. A preferir la comodidad de lo virtual a la complejidad de lo real. Un placer solitario que erosiona poco a poco el deseo compartido.
Fantasías, ansiedades y el futuro del deseo
Puede que se sonría ante todo esto y piense que los robots sexuales son cosa de frikis. Pero la realidad es que la línea entre tecnología e intimidad ya es difusa. ¿Quién no ha enviado mensajes de texto, jugado con una aplicación de citas o visto porno «personalizado»?
La IA no hace sino acentuar esta pendiente. Nos ofrece parejas virtuales que nos hablan, nos halagan, se adaptan a nosotros. Alimenta la ilusión de la relación perfecta. Pero también acentúa nuestro miedo al fracaso, al rechazo y a la insatisfacción.
En el fondo, este doble movimiento -excitación y ansiedad- dice algo muy humano. Queremos el control (una pareja que responda a nuestros deseos) y al mismo tiempo tememos la pérdida (que lo haga mejor que nosotros, que revele nuestros defectos).
Es la vieja ambivalencia del deseo masculino: entre la dominación y la vulnerabilidad, entre la fantasía de dominio y el miedo a ser superados.
Unas palabras finales
La IA nos excita porque proyecta nuestras fantasías de perfección, control y amor sin esfuerzo. Si nos asusta, es porque pone de relieve nuestros defectos, nuestra dependencia de la mirada de los demás y nuestra fragilidad ante nuestras propias creaciones.
El hombre fantasea con el compañero artificial, pero se estremece ante la idea de quedarse obsoleto. La verdad, sin embargo, es simple: ningún algoritmo sustituirá jamás el vértigo de una mirada real, el calor de una piel, la intensidad imprevisible de un deseo compartido.
La IA es un espejo. Lo que proyectamos en ella depende de nosotros. Y si nos asusta, quizá sea porque nos plantea esta inquietante cuestión: ¿somos aún capaces de amar y desear fuera de nuestra comodidad programada?
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